Twenty-Sixth Sunday in Ordinary Time, Year A-2011

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Produce good fruit as evidence of your repentance, and do not presume to say to yourselves, “We have Abraham as our father” (Mt. 3:8-9—NABRE)

We make the sign of the cross, we pray at home and in the church, we go to Mass, we receive the sacraments, we wear a cross or a medal, around the neck, or a scapular over our shoulders. We give assent to church doctrine and moral teaching, and we hardly question what we have learned from the catechism. In other words, we say yes to God, we who profess, in some form or other, our faith in God the Father almighty, in his only Son, Jesus Christ, in the Holy Spirit, and in the holy Catholic Church.

But are we not perhaps, unaware, simply keeping up appearances and feigning obedience? It is not at all impossible that we end up being among the people who honor God with their lips but their hearts are far from him and who exchange God’s commandment and word for their tradition and human regulations (Mt. 15:1-9). If we are not guided by humility and regard ourselves to be more important than others, we can easily miss the opportunity to repent and believe the good news.

It is because God makes use of those who are least important to preach repentance and the gospel (1 Cor. 1:27-29), of “poor girls, the rubbish of the world,” to use the words of St. Vincent de Paul [1]. These persons lack eloquence and have impure lips and are not professionals either (Ex. 6:12; Jer. 1:6; Is. 6:5; Am. 7:14-15). Unlike the members of the nobility, God’s instruments are not presentable due to the way they live, dress and eat (Mt. 3:4; 11:8). They do not bear customary titles that indicate respectability, learning, teaching role, expertise, seniority, excellence, eminence, goodness or holiness (cf. Mt. 23:7-10; Mk. 10:18).

And those who regard themselves to be above others dismiss one below them that God chooses. Those who think themselves superior to others question the preaching of one who is inferior, given that he is not the Messiah or Elijah or the Prophet (Jn. 1:25). They interrogate him who is manifested as the least, the humble and obedient unto death on a cross, saying: “By what authority are you doing these things? And who gave you this authority?” They are so certain that he does not have magisterial pedigree, if they do not wholly deny him the faithful’s sense of faith. After all, they either only know him as the son of the carpenter and of Mary, and the brother of James, Joseph, Simon and Judas, or do not even know where he is from (Mt. 13:55; Jn. 9:29). Those who take themselves to be disciples of Moses do not suffer lightly any person below their rank, much less, someone deemed born totally in sin who tries to teach them (Jn. 9:28, 34).

But the poor and lowly folks—the despised by the self-righteous, the tax collectors and the prostitutes, those who have no choice but to live on the margins of society—do go to and not turn their backs on preachers who are similar to them. Acknowledging their sins, they repent and believe. Thus they get to enter the kingdom of heaven ahead of the self-conceited VIPs. The unrepentant, of course, cannot believe God’s compassionate way and, therefore, call it unfair.

They believe it, for sure, those who are humble and simple as was St. Vincent de Paul, whose testimony about young Brother Simon Busson makes clear that this lay brother, getting ahead of his elders and superiors in the kingdom of God, should awaken imitation in the community [2]. Those not caught up in their own interests do not find unbelievable either the tradition that the bread is the body of Jesus and the wine is his blood or the warning that those who have nothing are also part of the body of Christ, so that these should also be waited on and not be made to feel ashamed. Those who look out for others’ interests accept the supreme judge’s surprising verdict that what is done or not done to the least of his brothers or sisters is done or not done to him.

NOTES:

[1] P. Coste X, 509.

[2] Ibid. XI, 154.


VERSIÓN ESPAÑOLA

26° Domingo del Tiempo Ordinario, Año A-2011

Producid frutos dignos de arrepentimiento, y no presumáis que podéis deciros a vosotros mismos: «Tenemos a Abrahán por padre» (Mt. 3, 8-9)

Nos santiguamos, oramos en casa y en la iglesia, vamos a misa, recibimos los sacramentos, llevamos una cruz o una medalla en el cuello o un escapulario sobre los hombros. Asentimos a toda doctrina y moral de la Iglesia y apenas cuestionamos las enseñanzas del catecismo. En otras palabras, decimos sí a Dios los que profesamos de una forma u otra nuestra fe en Dios todopoderoso, en su único Hijo, Jesucristo, en el Espíritu Santo, y en la santa Iglesia católica.

Pero, ¿acaso, sin darnos cuenta, no estamos simplemente guardando las formas y fingiendo la obediencia? No nos es imposible del todo acabar perteneciendo a aquel pueblo que honra a Dios con los labios pero su corazón está lejos de él y que cambia el mandamiento y la palabra de Dios por su tradición y sus reglas humanas (Mt. 15, 1-9). Si no nos dejamos guiar por la humildad y nos consideramos superiores a los demás, fácilmente podemos perdernos la oportunidad de arrepentirnos y creer la buena noticia.

Es que Dios se sirve de los inferiores para predicar el arrepentiminto y el evangelio, de «¡unas pobres mujeres, que son la escoria del mundo!», por usar una frase de san Vicente de Paúl (1 Cor. 1, 27-29; IX, 1054). Estas personas no tienen ni elocuencia ni labios puros; tampoco son profesionales (Ex. 6, 12; Jer. 1, 6; Is. 6, 5; Am. 7, 14-15). No como los miembros de la nobleza, los instrumentos de Dios no son presentables por su manera de vivir, vestir y comer (Mt. 3, 4; Mt. 11, 8). Ni llevan títulos acostumbrados que indican respetabilidad, erudición, docencia, pericia, precedencia, excelencia, eminencia, bondad o santidad (cf. Mt. 23,7-10; Mc. 10, 18).

Y aquellos que se toman por superiores desechan al inferior escogido por Dios. Los superiores ponen en duda la predicación del inferior, no siendo éste ni el Mesías ni Elías ni el profeta (Jn. 1, 25). Interrogan al que se manifiesta inferior, el humilde y obediente hasta la muerte de cruz, y dicen: «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te dio esa autoridad?», tan absolutamente ciertos que están de que él carece de ascendencia magisterial, si en absoluto no le niegan también el sentido de fe de los fieles, pues, o lo conocen solamente como el hijo del carpintero y de María, y el hermano de Santiago, José, Simón y Judas, o no saben siquiera de dónde viene (Mt. 13, 55; Jn. 9, 29). Los que se creen discípulos de Moisés no toleran a cualquier inferior, menos a uno considerado nacido en pecado de pies a cabeza, quien pretenda darles lecciones (Jn. 9, 28. 34).

Pero la gente pobre y humilde—los despreciados por los con pretensiones de superioridad moral, los publicanos y las prostitutas, los que no tienen más remedio que vivir marginados de la sociedad—acuden y no vuelven la espada a los predicadores inferiores semejantes a ellos. Se arrepienten, confesando sus pecados, y creen. Y así consiguen llevar la delantera a los engreídos personajes muy importantes en el camino del reino de Dios. Los no arrepentidos, por supuesto, no pueden creer el proceder compasivo del Señor, y por eso lo califican por injusto.

Lo creen, claro, los humildes y los sencillos como san Vicente de Paúl, cuyo testimonio sobre el joven Hermano Simón Busson deja claro que este hermano coadjutor, disputándoles a sus mayores y superiores la puerta del cielo y ganándosela, había de despertar emulación en la comunidad (XI, 74-75). Los no encerrados en sus propios intereses, éstos no encuentran increíble tanto la tradición de que el pan es cuerpo de Jesús y el vino su sangre como la advertencla de que los que no tienen nada forman parte también del cuerpo de Cristo, de modo que a ellos se les debe esperar y no avergonzar. Quienes buscan el interés de los demás aceptan el veredicto sorprendente del juez supremo de que a él se le hace o no se le hace lo que se les hace o no se les hace a los más pequeños hermanos suyos.