Thirty-Third Sunday in Ordinary Time, Year B-2012

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Do not be carried away by all kinds of strange teaching (Heb 13:9--NABRE)

The destruction of the temple having been predicted, Peter, James, John and Andrew asked Jesus, “Tell us, when will this happen?” It is not at all impossible that they consider themselves deserving of a special revelation due to their seniority.

It is likewise possible that the private question of the very first disciples may come from a bit of fear that what happened to the prophets of Baal may happen to them. Though these prophets shouted repeatedly all the while hopping, they got no response whatsoever. Those called early in the morning who have borne the day’s burden and the heat will have, in my opinion, the most interest in getting right the signs and in receiving a solid guarantee that everything will be fulfilled, and that they will not end up being the most pitiable people of all.

But the less doubtful of the conjectures is the one that attributes the question to the first Christians. Dragged out of their homes and put in prison for dissenting from those who seek, among other vanities, seats of honor in synagogues, or expelled from the synagogues and persecuted by those who have the responsibility over official worship, these first Christians ask when will the kingdom of God be established fully and once and for all, which will spell their liberation from distress and sin as well as their rising up to eternal life. The question is asked in the spirit of the Psalmist who time and again cries out, “How long, Lord?” and of the Suffering Servant who cries out in a loud voice, “My God, my God, why have you forsaken me?” (Ps. 6:3; 13:1-3; 35:17; 74:9-10; 79; 80:4; 89:46; 94:3).

In effect, the distressed Christians plead with God to stretch out his arm and deliver them from their hardships. Like Jesus and with him, they sing a hymn of anguish and praise (Ps. 22); they continue to put their trust in God, notwithstanding their seeming despair, and commend their spirit into the hands of the Father. They rely only on their Teacher’s assurance: “Heaven and earth will pass away, but my words will never pass away.” Accepting the teaching that “of that day or hour, no one knows …, but only the Father,” they do not let themselves get carried away by the deceits and hypocritical appearances of the arrogant who claim to be inerrant and privy to God’s secret designs. What is important to them first and foremost is the revelation of the Son of Man coming “with great power and glory.”

And the first Christians remain steadfast in the clear and incontrovertible teaching of the Gospel that when the Son of Man comes, the one who-is-like-God that saves indeed, he will reveal himself as the poor and insignificant brother or sister who shall have been either welcomed by those who will be called blessed or ignored by those who will be called accursed. That is why they waste no time helping the widows, the pregnant women and the nursing mothers, the orphans and the aliens in their affliction, and cherishing them as their masters—to use St. Vincent de Paul’s words—and looking even for the poorest and the most abandoned [1]. They know that there is no other and better day or time to prepare for Christ’s encounter than today and now.

In the breaking of bread, therefore, the disciples recognize that the turning of bread and wine into the body and blood of Christ points to the poor being the sacrament of Christ, and that their metanoia now is a pledge of the change they will see in the future, when the Lord returns.

NOTE:

[1] P. Coste III, 392; XI, 393; XIII, 540.


VERSIÓN ESPAÑOLA

33° Domingo de Tiempo Ordinario, Año B-2012

No os dejéis extraviar por doctrinas llamativas y extrañas (Heb 13, 9)

Predicha la destrucción del templo, Pedro, Santiago, Juan y Andrés preguntan a Jesús: «¿Cuándo sucederá eso?». No es del todo imposible que ellos se crean, debido a su precedencia por vocación, merecedores de revelaciones especiales.

Es posible asimismo que la pregunta privada de los primeros llamados surja de un poco de miedo de que les pase lo mismo que les pasó a los profetas de Baal. Gritaban que gritaban éstos brincando, nada de respuesta recibieron. Los discípulos de la primera hora que han aguantado el peso del día y el bochorno serán, a mi parecer, los que más interes tendrán en acertar las señales y en obtener una garantía sólida de que todo se cumplirá, que no acabarán ellos siendo los más desdichados de todos.

Pero la menos dudable de las conjeturas es la que atribuye la pregunta a los primeros cristianos. Arrastrados de sus casas y metidos en las cárceles por disentir de los que buscan, entre otras vanidades, los asientos de honor en las sinagogas, o bien, expulsados de ellas y perseguidos por los responsables del culto oficial, esos primeros cristianos preguntan cuándo se establecerá el reino de Dios en pleno y una vez para siempre, lo que significará tanto su liberación de los tiempos difíciles y del pecado como su levantamiento para la vida perpetua. Se hace la pregunta en el espíritu del salmista que clama una y otra vez: «¿Hasta cuándo, Señor?», y del Siervo Sufriente que grita con fuerza: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Efectivamente, los cristianos afligidos suplican a Dios que extienda su brazo y les arranque de la gran tribulación. Como Jesús y con él, cantan un himno de angustia y de alabanza; siguen confiando en Dios, no obstante su aparente desesperación, y encomiendan su espíritu a las manos del Padre. Sólo se fían de la aseguranza de su Maestro: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán». Aceptando la enseñanza de que «el día y la hora nadie lo sabe …, solo el Padre», no se dejan llevar por los engaños y las apariencias hipócritas de los arrogantes que se declaran conocedores inerrantes de los designios secretos de Dios. Lo que les importa sobre todo es la manifestación del Hijo del Hombre «con gran poder y majestad».

Y se mantienen los primeros cristianos firmes en la enseñanza clara e incontrovertible del Evangelio de que cuando venga el Hijo del Hombre, el-como-Dios que salva de verdad, se revelará como el hermano o la hermana pobre y más insignificante a quien hubieren acogido los que se llamarán benditos o de quien no hubieren hecho caso los que se llamarán malditos. Es por eso que no tardan en socorrer a las viudas, las preñadas y las paridas, los huérfanos y los forasteros en sus tribulaciones y en quererlos como «señores suyos», buscando «incluso a los más pobres y abandonados»—por usar las palabras de san Vicente de Paúl (III, 359; X, 680; XI, 273). Saben que no hay otro y mejor día o tiempo de preparación para el encuentro con el Hijo del Hombre que hoy y ahora.

En la fracción del pan, pues, reconocen los discípulos que la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor señala que el desvalido es sacramento de Cristo y que la conversión de ellos ahora es prenda del cambio que verán en el futuro, cuando vuelva el Señor.