Ascension, Year B-2012

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As the Father has sent me, so I send you (Jn. 20:21—NABRE)

The Eleven, according to St. Mark, go forth and preach everywhere no sooner than Jesus has ascended. This is to say that the ascension of the Lord signals the beginning of the disciples’ mission.

Jesus assigns us a mission. Hence, we cannot hide, out of fear, like in a house with locked doors. The mission does not allow personal security to be our priority nor does it let us to stay put in our comfort zone. Due to this mission, we cannot withdraw into our castle or shut ourselves up in our ivory tower. If we do remain in our center and enjoy the luxury of a retreat or a conclave, it is solely to get ready for our mission, so that, as St. Vincent de Paul puts it, we may “go out and share this spiritual food with men” after being offered it at prayer, reading, retreat [1]. Once prepared and empowered by the Holy Spirit, we will go into the whole world and proclaim the gospel to every creature and be Jesus’ witnesses.

Because he has taken his seat at God’s right hand, Jesus has no body now—to cite a poem that is attributed to St. Teresa of Ávila—except our body, he has no hands but our hands, he has no feet but our feet, and ours are the eyes with which the Ascended One’s compassion looks at the world, ours are the feet through which he is able to go about doing good, and ours the hands with which he now blesses human beings. It pertains to us to praise Jesus, singing the lyrics of Sacerdote para siempre quiero ser (“Priest Forever I Want to Be”), those in particular that say: Mi vida, como santo relicario,/Tu presencia a los hombres llevará,/Y en mis manos, tus manos los bendecirá,/Y en mí, tu corazón los amará (“My life, like a holy reliquary, will bring your presence to human beings,/And in my hands your hands will bless them,/And in my heart, your heart will love them”) [2]. Thus we shall sing to him, not with our lips and voices alone, but also with our minds, our lives and all our actions.

It is not enough, therefore, that we only keep asking when the kingdom of God will fully be established or that we look intently at the sky. In imitation of Jesus, we ourselves shall proclaim the kingdom: we will preach repentance and forgiveness; we will be instruments of healing, reconciliation, liberation; we will see to it that the Church is really a house of prayer for all peoples and that in it prevail the peace and well-being that reign on God’s holy mountain where serpents get along with everybody, and do not bite, nor is there in it harm or ruin (Mt. 4:17, 23; 9:35; Is. 11:6-9; 56:7). We will also look intently at those in need of healing, conversion or correction, so that when in turn they look intently at us, they will get to recognize Jesus and be in awe of the greatness of his saving power (Acts 3:4, 6, 12; 6:15; 13:9; 14:9).

As disciples, we are laborers in a great harvest, but may we be, in accordance with St. Vincent’s wish, laborers who really work [3]. May we not be counted among those “who think only of enjoying themselves and, as long as there is something to eat, they do not care about anything else” and “who live inside a small circle, their outlook and plans being confined within a small periphery in which they shut themselves up as if on a tiny point, which they would rather not leave, so that if they are shown something outside, they draw close to look but only to return right away to their center like snails to their shells” [4].

Indeed, our mission entails great sacrifice. Do we really accept it as we, eating the bread and drinking of the cup, proclaim the death of the Lord until he comes?

NOTES:

[1] P. Coste XI, 40.
[2] Cf. http://www.youtube.com/watch?v=U87TcYw7Tz0 (accessed May 14, 2012).
[3] P. Coste XI, 40.
[4] P. Coste XII, 92-93.


VERSIÓN ESPAÑOLA

La Ascensión del Señor, Año B-2012

Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo (Jn. 20, 21)

Los Once, según san Marcos, van y proclaman el Evangelio por todas partes tan pronto como ha ascendido Jesús. Es decir, la ascensión del Señor señala el comienzo de la misión de los dicípulos.

Jesús resucitado nos asigna una misión. Por eso, no podemos escondernos, por tener mucho medio, en una casa con las puertas cerradas. La misión no deja que nuestra prioridad sea la seguridad personal ni permite que nos quedemos en nuestra zona de comodidad. Debido a esta misión, no podemos retirarnos en un castillo o encerrarnos en nuna torre de marfil. Si permanecemos en nuestro centro y gozamos del lujo de un retiro o de un cónclave, es solamente para que estemos listos para la misión, para que vayamos luego, como lo expresa san Vicente de Paúl, a «hacer partícipes a los hombres de este alimento espiritual» que se nos ofrece en la oración, en la lectura y en el retiro (XI, 734). Sí una vez preparados y habilitados, por del Espíritu Santo, iremos al mundo entero y anunciaremos el Evangelio a toda la creación y seremos testigos de Jesús.

Pues ya que está sentado a la derecha del Dios, Jesús no tiene ahora cuerpo—por citar un poema que se le atribuye a santa Teresa de Ávila—sino el nuestro, no tiene manos sino las nuestras, no tiene pies sino los nuestros, y que nuestros son los ojos con los que la compasión del Ascendido mira al mundo, nuestros los pies con los que él camina para ir haciendo el bien, y nuestras las manos con las que ahora él bendice a los hombres. Nos toca alabar a Jesús, cantándole las letras de «Sacerdote para siempre quiero ser», en particular las que dicen: «Mi vida, como santo relicario,/Tu presencia a los hombres llevará,/Y en mis manos, tus manos los bendecirá,/Y en mí, tu corazón los amará». Así cantaremos, pero no sólo con nuestra lengua y nuestra voz, sino también con nuestro interior, nuestra vida y nuestras acciones.

Así que no nos basta con seguir preguntando solamente cuándo se establecerá plenamente el reino de Dios ni con estar ahí plantados mirando fijamente al cielo. A imitación de Jesús, proclamaremos nosotros mismos el reino: predicaremos el arrepentimiento y el perdón; seremos instrumentos de la sanación, la reconciliación, la liberación; procuraremos que la Iglesia sea realmente casa de oración para todos los pueblos y que en ella prevalezcan la paz y el bienestar del Monte Santo donde las serpientes se llevan bien con todos y no muerden, ni hay allí daño ni estrago (Mt. 4, 17. 23; 9, 35; Is. 11, 6-9; 56, 7). También miraremos fijamente a los que tienen necesidad de sanación, conversión o corrección y les daremos lo que tengamos, de modo que, fijando ellos a su vez la mirada en nosotros, logren reconocer a Jesús y maravillarse de su gran poder salvífico (Hech. 3, 4. 6. 12; 6, 15; 13, 9; 14, 9).

Los discípulos obreros somos en una gran mies, pero ojalá, de acuerdo con el deseo de san Vicente, trabajemos realmente (XI, 734). Que no nos contemos entre aquellos «que sólo piensan en divertirse y, con tal que haya de comer, nos se preocupan de nada más» y quienes «no viven más que en un pequeño círculo, que limitan su visión y sus proyectos a una pequeña circunferencia en la que se encierran como en un punto, sin querer salir de allí; y si les enseñan algo fuera de ella y se acercan para verla, enseguida se vuelven a su centro, lo mismo que los caracoles a su concha» (XI, 397).

De verdad, nuestra misión supone gran sacrificio. ¿Lo aceptamos realmente cuando, comiendo el pan y bebiendo de la copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que él venga?